El batiscafo Trieste
Hay 1300 millones de kilómetros cúbicos de agua en la Tierra. El 97% de ese agua es marina, es decir, salada y venenosa para el ser humano. De todo ese agua marina, más de la mitad (51.6%) se concentra en el océano Pacífico. La profundidad media de los oceanos es de 3860 m. De toda la superficie del planeta, el 60% corresponde a aguas oceánicas de más de 1600 m de profundidad.
Estos datos confirman que efectivamente, deberíamos preocuparnos mucho más de lo que lo hacemos por lo que pueda haber allá abajo. Máxime porque de allí surgió la vida en la Tierra. Los mares son los entornos donde durante más tiempo ha existido la vida. ¿es o no es interesante?
Pues para la especie humana, al parecer, no. Bajar a las profundidades del oceano supone un reto técnico mayor aún que salir al espacio. Las diferencias son muchas, pero la básica es direccional. En el espacio todo tiende a explosionar, a expandirse hacia afuera, ya que la mayor presión está dentro. El espacio es como un océano donde tu submarino es el agua, y quiere derramarse al vacío. Bajo las grandes presiones del fondo oceánico, el sentido es el contrario, todo lo que te rodea en esas inhóspitas profundidades, anhela ocupar tu espacio vital, colapsarse en un punto material de hierros y carne. Hay que estar muy loco para querer bajar ahí.
En 1830 el naturista ingles Edward Forbes fue uno de los primeros en interesarse por el misterio de las profundidades, investigando los fondos marinos de el Atlántico y el Mediterráneo. Declaró que por debajo de los 600 metros no había vida, supuesto muy razonable ya que a esas profundidades no llega la luz y las presiones son desmesuradas. Sin embargo cuando en 1860 sacaron a la superficie uno de los primeros cables de telégrafos trasatlánticos, que se encontraba a una profundidad de más de 3Km, lo encontraron cubierto de todo tipo de vida: corales, almejas y demás material orgánico.
En 1872 partió a bordo del barco Challenguer la que podemos considerar como la primera expedición científica orientada a los océanos. La organizaban el Museo Británico, la Real Sociedad y el Gobierno. Durante tres años y medio recogieron muestras, dragaron fondos marinos, descubrieron miles de nuevas especies y realizaron sondeos de profundidad mediante el procedimiento (poco preciso) de echar por la borda un cable de 6Km con una plomada. Todo ello se recopiló en un cuidadoso informe de 50 volúmenes que tardaron 19 años en terminar. De este trabajo nació la disciplina científica de la Oceanografía.
Batisfera
Sin embargo las instituciones seguían sin mostrar mayor interés por el tema y la investigación quedó en manos de entusiastas particulares. En 1930 la pareja formada por C.W. Beebe y O. Barton se propusieron bajar en cuerpo presente al fondo del mar. Aunque Barton era (incluso en palabras de Beebe) el cerebro del proyecto, siempre quedó eclipsado por la figura pintoresca y extrovertida de Beebe. Diseñaron, construyeron y se metieron en el Batiscafo, una esfera de hierro colado de 3.75cm de espesor, con unos pequeños portillos de cuarzo de 4.5cm de grosor. No se trataba de un dirigible, sino de una simple “capsula” colgada de un cable, siendo en superficie donde la hacían subir o bajar. No contaban con conductos ni reservas de oxigeno, por lo que recurrían a rudimentarios medios químicos, como botes de cal sódica que abrían para neutralizar el CO2 de la respiración. En la primera inmersión llegaron a los 183m y en 1934 habían alcanzado los 900m. Toda una proeza, que sin embargo no arrojó mucha luz científica, ya que las capacidades de observación se limitaban a lo que podían alumbrar desde el interior con una pequeña bombilla a través de los gruesos bloques de cuarzo, en un agua además densa y oscura. Si a esto le añades que ningún pez con dos dedos de frente se iba a acercar al extraño objeto, y que ellos eran más aventureros que oceanógrafos, pues sus inmersiones se limitaron a poco más que el logro técnico de la bajada. EN 1948, ya a solas, Barton alcanzó los 1370 metros.
El siguiente paso lo dieron un padre y un hijo en 1954. Auguste y Jacques Piccard (suizos) con su Batiscafo, bautizado como Trieste en honor de la ciudad italiana donde se construyó. Era autónomo (podía subir y bajar a voluntad) y en su primera inmersión dejó en pañales a la batisfera de los estadounidenses, alcanzando los 4000 metros. Era una afición muy cara, por lo que en el 58 llegaron a acuerdos con la marina estadounidense. Con esta financiación, rehicieron el batiscafo dotándolo de una resistencia realmente considerable. Con el nuevo ingenio, bajaron (ya no Auguste, que moriría dos años más tarde) en enero de 1960 en la Fosa de las Marinas (Pacífico) a la asombrosa profundidad de… 10.918 metros. Cuando tocaron fondo, pudieron apreciar como se escabullía un ser vivo (un pez plano de la familia de lenguados y rodaballos) pese a que la presión a esa profundidad es de nada menos que 1196 Kg por centímetro cuadrado. Tras más de cuatro horas de descenso, permanecieron veinte minutos en lo más profundo de los océanos antes de iniciar el camino de vuelta.
Y aquí hay que pulsar la pausa. Veinte minutos. Nunca se ha vuelto a bajar. La humanidad, concretada en Jacques Piccard y el teniente Donald Walsh, estuvo 20 minutos a casi 11 kilómetros de profundidad hace 47 años. Y nunca ha vuelto a intentarlo. Hoy, que varios “cacharros” humanos yacen abandonados en las arenosas llanuras marcianas, azotados por los vientos, gastados, como chatarra abandonada. Hoy que nos comunicamos con la facilidad con que antes sembrábamos patatas, que cruzamos el atlántico en un puñado de horas, que cosemos las manos cercenadas, cambiamos corazones, dudamos entre los muones y las supercuerdas…Aún hoy, no hemos vuelto a bajar a aquel oscuro pozo. Como decían los de la marina “no aprendimos demasiado de aquello. ¿Por qué repetirlo?”. Es sobrecogedor pensar en aquellas dos personas literalmente hundidas en un abismo tan insondable, rodeadas de oscuridad y misterio. Y pensar que nunca nadie ha vuelto a aquel lugar. Allí abajo se está, con mucho, más desamparado que en el vacío interplanetario.
Después de abandonada la búsqueda de las profundidades extremas, se dirigió la investigación a profundidades menos ambiciosas. Se diseñó un sumergible completamente autónomo que pudiese llegar al lecho oceánico medio. Sin embargo una vez diseñado no se encontró a nadie dispuesto a construirlo, y finalmente fue una empresa alimentaria, el Alvin General Mills quien la fabricó en la planta donde se fabricaban las máquinas con las que hacían los cereales para el desayuno. A día de hoy, además del Alvin, solo existen 5 submarinos más de estas características, por lo que la investigación no es que se pueda decir que sea abundante.
Nota del A.: Recomiendo a quien le interese el tema la lectura de “Una breve historia de casi todo”, de Bill Bryson, que en su capítulo 18 cuenta mucho mejor todos estos asuntos.