EL hombre que confundió a su mujer con un sombrero

EL hombre que confundió a su mujer con un sombrero

Oliver Sacks es neurólogo, londinense de origen y profesor en el Albert Einstein College de Nueva York. Es también el autor de unos cuantos libros, y aunque en ningún momento deja de ser un médico, sus escritos tienen mucho de narración. No elude la terminología, y parece que escribiera para sí mismo sin importarle un pimiento que sus lectores se pierdan, aunque curiosamente esa pérdida no se produce y uno va pasando sobre korsakov, la L-Dopa, encefalitis, agnosia, hasta que se hacen términos familiares.

Sacks tiene ahora 83 años, aunque el libro data del ochenta y cinco, escrito por otro Oliver de 52 años. En veinticuatro capítulos repasa otros tantos casos clínicos que se ha encontrado a largo de su carrera profesional, narrados (que no novelados) en primera persona. Los casos se estructuran en cuatro grandes bloques: Pérdidas, Excesos, Arrebatos y El mundo de los simples.

En “Pérdidas” nos presenta lo que la neurología mecanicista define como déficits.
En el caso que da nombre al título nos cuenta la historia del doctor P, hombre brillantísimo y con una dote musical excepcional que sin embargo, sin ser consciente de ello es incapaz de captar lo abstracto. Por tanto, podrá ver un guante y solo percibirá “una superficie continua plegada sobre si misma de la que sobresalen cinco bolsitas” sin ser capaz de identificarlo como lo que es. Del mismo modo es incapaz de abstraer las caras para identificarlas, percibiendo solo los rasgos concretos.
El caso de Jimmie es estremecedor, un síndrome de Korsakov (perdida de memoria reciente, en la película “Memmento” se relata un korsakov), cuya memoria quedó estancada en 1945, creyéndose permanentemente en los 19 años. Las situaciones que algo así provocan son espeluznantes. Cuando a J. le mostraban fotos de la Tierra vista desde el espacio, quedaba totalmente confundido cuando le explicaban que eran fotos reales. Al igual que los encuentros con su hermano menor, a quien no podía reconocer en un hombre tan mayor. Lo peor de todo, lo más trágico, es cuando veía su rostro de diecinueve años en el espejo, y este como en una pesadilla le devolvía la imagen de un anciano. Por fortuna y a la vez por desgracia en pocos minutos olvidaba lo ocurrido.
De los casos relatados en el libro, de todas esas neuropatías que uno nunca pensó que pudiesen existir, el que más me ha impactado, estremecido, aterrado, es el que titula “la dama descarnada”. Más allá de los cinco sentidos, tenemos algunos otros, menos evidentes, pero tan importantes como aquellos, el sentido del equilibrio, el de la propiocepción y… (no me acuerdo del tercero). Hace poco hablábamos en los comentarios de las pérdidas sensoriales, pero los déficits en estos otros sentidos son aún más temibles. La propiocepción es ese que reside en toda la red nerviosa de nuestro cuerpo y que nos da el conocimiento, el sentir, de nuestro propio cuerpo. Sin necesidad de verme la pierna, siento que la tengo, que está ahí y en qué postura está. Puedo coger objetos o teclear porque sé “por dónde andan” mis dedos sin necesidad de verlos o palparlos. En el caso del libro una mujer de buenas a primeras deja de “sentirse”, no siente su cuerpo, es difícil de imaginar. Sentirse desencarnado, una conciencia sin materialidad. Las consecuencias, a parte de la tortura psicológica, son también nefastas: el cuerpo se torna inmanejable, una montaña de carne que se derrumba dejada del control del cerebro. Moverse es impensable. Solo con entrenamiento y viendo con los ojos aquellas partes que se quieren mover se pueden hacer movimientos, mantenerse en pié. Mirar a la pierna, sin perderla de vista llevarla desde aquí hasta allí… en cuanto se pierde la visión directa se pierde el control. Pensar que algo así le puede pasar a alguien es temible, es como el “hombre del saco” que viene y se te lleva… literalmente.
Por ir resumiendo, otros casos llamativos: el del hombre que se despertó un día sintiendo que su pierna era ajena a el y se cayó de la cama al intentar echar de su lado “aquella cosa” repulsiva. O el hombre que con el sentido del equilibrio alterado era incapaz de darse cuenta (salvo al verse en un video) que andaba inclinado, como la torre de Pisa. La mujer que ha perdido la noción de “izquierda”, por lo que se maquilla únicamente la parte derecha de la cara; para girar a la izquierda tiene que girar hacia la derecha tres veces hasta dar con la dirección correcta; o para comerse un plato se tiene que comer la parte derecha, luego girar hacia la derecha hasta que aparezca lo que antes no veía y volver a comerse la parte derecha de lo que queda, y así en un acumulo de medias partes infinitesimales, como la flecha de Zenon que nunca acaba de llegar a la diana.

“Excesos” es todo lo contrario, los casos en los que la potenciación exagerada de alguna función tiene consecuencias igualmente singulares. Este es un enfoque, según Sacks, no contemplado por la neurología de aquel entonces, que solo entendía al sujeto como un mecanismo donde las funciones podían funcionar o no funcionar, estar encendidas o apagadas, pero la idea misma de un “funcionamiento excesivo” o sobreabundante no entraba en los cánones dejando fuera de juego a muchos pacientes.
El síndrome de la Tourette entra en esta clasificación. Personas con una hiperactividad exagerada que se concreta en tics gestuales, o a veces sonoros, compulsiones de todo tipo. Estudiando los síntomas, me he dado cuenta de que yo hace unos años era algo Tourettista, aunque por suerte me he moderado. No voy a dar detalles de en qué baso esta hipótesis, porque son en la mayoría de los casos bastante bochornosos, como aquella vez en que un hombre me preguntó si le estaba tirando los tejos y le tuve que explicar que lo de guiñar el ojo era un tic nervioso. (conste que ya no me pasa).
Otro caso curioso es el de un hombre con un síndrome de Korsakov que al verse constantemente en entornos y situaciones que no podía explicar (recordar como entro allí, a quien tenía delante…) inventaba cada pocos minutos identidades nuevas para el y los que le rodeaban con una verborrea veloz. Perdido para siempre en el cansancio de mil identidades entre las que no podría nunca encontrarse a sí mismo.
Un caso más de hipertourettismo, el de una mujer que convulsivamente imita las caras y gestos de todo el que le rodea, con precisión de mimo, en un torbellino de identidades suplantando a la suya propia, poseída por los otros. El paciente de Tourette se ve obligado a luchar entre ser el mismo, o ser puro impulso dinámico.

En la sección Arrebatos la función deja paso a lo fenomenológico, es decir, casos donde no es una función corporal o sensorial la afectada sino que existe un fenómeno, un suceso perturbador.
Se narran varios casos en los que los pacientes “oían” sin poder evitarlo una música, como si estuviesen escuchando una radio, pero estaba en su cabeza. De forma continua e incontrolada, a veces a volúmenes tan altos que les impedían dormir o hablar con otras personas. Unas veces una canción de la niñez repetida una y otra vez (¡horror!). Otras veces un repertorio más amplio.
Otra persona se vio de repente con el sentido del olfato potenciado hasta tal punto que se transformo en una segunda vista, con un contenido tan rico que solo es comparable al olfato de un perro. Sacks cree ver en este fenómeno una involución a capacidades olfativas de las que nos desprendimos al vivir en sociedad. El mismo Freud habla del olfato como “una baja” entre los sentidos, reprimido en el desarrollo y la civilización.
También estremecedor el caso de un hombre que mato a su mujer estando bajo los efectos de una droga prescrita para tratamiento psiquiátrico. Del suceso no podía recordar nada. Pero años después repentinamente el recuerdo volvió de forma constante y era incapaz de dejar de revivir el asesinato de su esposa, torturándole una y otra vez.

Por último en “El mundo de los simples” contemplamos casos de deficiencia mental, autismo y de sabios-idiotas (idiot savant). Casos estilo autista que cuenta de un vistazo las 138 cerillas que se caen al suelo (como aquella escena de Rayman, portagonizada por Dustin Hoffman), o el de “Los Gemelos” ambos autistas y con una capacidad de calculo matemático que se sale de las tablas (se entretenían intercambiando números primos de hasta 12 cifras) y que al parecer han sido estrellas mediáticas en la televisión estadounidense de los sesenta.

Pudiera parecer que es una colección de personajes de “La parada de los monstruos”, pero eso se desprende solo de un resumen tan rápido y embarullado como este. El libro empieza con una reivindicación del paciente neurológico como persona en su totalidad, y no como un soporte anónimo para la patología:

[los historiales clínicos] “nada nos cuentan del individuo y de su historia; nada transmiten de la persona y de la experiencia de la persona, mientras afronta su enfermedad y lucha por sobrevivir a ella. En un historial clínico riguroso no hay ‘sujeto’; los historiales clínicos modernos aluden al sujeto con una frase rápida (‘hembra albina trisómica de 21’) que podría aplicarse igual a una rata que a un ser humano. Para situar de nuevo en el centro al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y padece) hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento; sólo así tendremos un ‘quién’ además de un ‘qué’, un individuo real, un paciente, en relación con la enfermedad… en relación con el reconocimiento médico físico.”

Me parece muy llamativa esa visión del historial clínico como una narración, así dicho explícitamente por un médico (un doctor Carter en sus mejores momentos). Pensar que cada persona tiene un cuento propio, una historia que además hay que poner en el contexto de nuestro cuerpo, que nos influye a nivel físico.
También habría que matizar que el enfoque general es neurológico y no psiquiátrico. Es decir, debajo de todas estas afecciones hay un desencadenante físico, tangible, una alteración de las estructuras corpóreas cerebrales.

Mención también a la idea del diseño de portada de la Editorial Anagrama, jugando con el conocido “Ceci n´est pas una pipe” de Magritte. Muy bien traido.

“El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” muestra desde dentro un mundo en el que no solemos pensar los ajenos a las ciencias de la mente, y abre muchos caminos por donde adentrarse (por ejemplo los insistentemente referenciados escritos de Luria) para profundizar en este campo que es tremendamente interesante. Otra lectura directa es la del horror ante los peligros que incubamos en nuestro interior. Bombas que en cualquier momento pueden explotar en el núcleo más vital de nuestra personalidad. Aunque por suerte, en la mayoría de los casos la cuenta atrás, como en las películas malas, se detiene en el último segundo.